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Grietas y raíces de un huracán (documentando la devastación en Guerrero)

Por: Eugenio Polgovsky - 11/01/2013

Eugenio Polgovsky comparte un lúcido testimonio antropológico sobre las consecuencias que los huracanes e inundaciones recientes tuvieron sobre las zonas más pobres de Guerrero.

La primera semana de octubre, impactado por la devastación que los huracanes dejaron a su paso por Guerrero, pensaba en lo que estaría sucediendo en la parte alta de las montañas, entre los más pobres. 

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Con una cámara, me dirigí entonces hacia la zona me'pha (tlapaneca), a grabar las consecuencias de este cataclismo. 

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En Tlapa de Comonfort, preparándome para subir a la montaña, conocí a Armando, joven tlapaneco tenaz y generoso que trabaja en la Casa Tlachinollan de Derechos Humanos, cuyos miembros han hecho un trabajo ejemplar de apoyo a los damnificados. Me hicieron espacio en una camioneta que llevaba víveres a Tenamazapa, un poblado de 900 habitantes en la zona de Tlacoapa, aislada por la catástrofe. En la montaña viven cerca de 400,000 indígenas me'pha, na'sabhi y nahuas; es la región oficialmente más marginada del país. 

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Cargados de despensas, avanzamos dos horas por el camino hasta encontrarnos con el primer derrumbe, inmenso. Ahí nos juntamos con otra camioneta, que llevaba alimentos a familiares incomunicados desde hacía ya dos semanas. Me llamó la atención la nula presencia de cualquier apoyo oficial desde la salida de Tlapa, arteria que conecta con cientos de localidades afectadas, a pesar de la publicidad que anunciaba "acción total" contra la tragedia. 

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Entre quienes llevaban los víveres, el rostro de preocupación era evidente. Las noticias que se escuchaban en Tlapa de lo que había sucedido en la montaña eran todas trágicas. Nadie tenía información fidedigna, por el daño en las carreteras, la falta de electricidad y de red celular. Luis, joven indígena que venía con nosotros, venia abstraído, había escuchado que Tenamazapa "había desaparecido". No sabía si encontraría a su familia.

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Para poder continuar, cargamos los víveres por el borde de un abismo, donde las rocas se desplomaban hasta perderse de vista. Muy abajo, se apreciaba una delgada línea de agua, única huella de la tormenta que deglutió media montaña. El cerro amenazaba con borrarnos en un suspiro. Armando comentó: "Los abuelos dicen que los ríos se desbordan cuando cumplen años". 

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Faltaban siete horas a pie y era imposible cargarlo todo, así que las despensas quedaron resguardadas por Luis en un claro. Al llegar a Tenamazapa Armando y yo enviaríamos refuerzos.

Hacía una semana que se habían agotado el arroz, la sal, el frijol, el aceite, el maíz y todos los alimentos de las pequeñas tiendas que surten a las familias de las localidades. Estas tienditas, dispersas por la sierra, son fundamentales para el abasto de la zona, para la supervivencia y su surtido depende de las carreteras. Cuando había camino, llegaban los alimentos una o dos veces por semana. "Quedan puras Pepsi", dice sereno, con voz apagada, el niño Aurelio, que se encarga de una tienda por el  camino hacia Tenamazapa. 

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La frase "ya no hay maíz" va acompañada de un rostro fúnebre. 

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En la montaña muchas mujeres están solas en los hogares, con numerosos hijos, hasta diez. Los niños se cuidan entre ellos, el más grande cuida al más chico, y así en escalerita hasta el suertudo que está en los brazos de la mamá - y sólo hasta que el de la panza suba a tomar su lugar. Tienen algunos guajolotes, chivos, perros famélicos y gallinas. 

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Los habitantes están cazando animales del monte. Encuentran armadillos, que les son sagrados, si tienen suerte. Comen plantas silvestres: eso alivia, pero ¿cómo hacer con seis hijos, cuando la milpa fue devastada por el paso torrencial del agua y hasta se llevó a algunos animales del corral? Los burros, si se mojan mucho, se mueren. ¿Y qué hacer si hay algún enfermo? La única doctora está en San Miguel, a una hora a pie desde Tena por el llamado "camino real", por el que transitan los jóvenes abriendo sendero a machete por la montaña. Los ancianos triplican el tiempo. 

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Nos encontramos por el camino con familias de campesinos. Nuestro encuentro generaba una sensación confusa. Por un lado, estábamos ahí reaccionando ante una emergencia, pero era claro que la marginación se había instalado generaciones atrás. Difícil era distinguir las grietas de la catástrofe de las raíces de la pobreza, creciendo desde hace incontables generaciones. La devastación era nueva y crónica a la vez. Inmemorial y posiblemente futura. 

La magnitud de la destrucción es inmensa, el gobierno está rebasado. La única presencia "oficial" que vi entre Tlapa y Tenamazapa, fue de la CFE, reparando los cables de electricidad en dos puntos. Los helicópteros, de ayuda, se percibían muy a lo lejos, tan pequeños como las moscas. 

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La sensación de impotencia es demoledora. Esto crea una imagen tenebrosa. Una seria amenaza, el hambre, asoma ahora en las casas de adobe de la montaña. Las familias viven en el olvido, es lo habitual. Pero hoy tienen un nuevo ingrediente, un cataclismo natural que acentúa aún más las carencias, ante el cual no se ve ninguna respuesta adecuada. 

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Un aire denso puebla los silencios de la montaña.  Las miradas en el camino anuncian algo estremecedor. Nos acercamos al destino, Tenamazapa. Entrando por un puente colgante, lo primero que veo es el cauce del río desbocado. Fue como mirar a un criminal. Seductor en su salvajismo, encabritado. Verdad en trance como el fuego.

El pueblo está a un ladito del río. Al vernos llegar, se acercan rápidamente algunos habitantes. Entre el sonido del agua, escucho los testimonios de las víctimas. Tonos incisivos de un dolor cansado. La voz de los pobladores es el nuevo cauce de un río en tempestad, una montaña de emociones que se derrumba. El paisaje, con sus enormes piedras despeñadas y caminos destrozados, completa el discurso. 

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Hablan en tlapaneco y espero que Armando me traduzca. Mientras lo hace me miran con detenimiento, siento que estudian que mi atención esté despierta y procesando hasta el menor detalle. Quieren que grabe y que fotografíe todo. Visitamos varias casas destruidas por el agua, el lodo y las piedras. Cada vez me impresiona más lo que pasó, rápidamente puedo concebir una amenaza inminente, cuya alerta emana de las pupilas de los afectados. Aquí lo invisible se tornó visible. Las raíces de la pobreza fueron forjadas, encarnadas por el huracán, visibilizadas en grietas. A más de un mes de la tragedia es necesaria una llamada de auxilio por la devastación en marcha, puesto que no levantamos la vista hacia las montañas para atender las carencias acentuadas por esta tragedia. 

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En estos instantes uno se vuelve psicólogo, aliado, juez, testigo, mensajero, puente..., se va llenando de responsabilidad por comunicar las cosas y hacerlo como corresponde a la magnitud de la catástrofe. No me refiero a hacer un trabajo artístico, sino a cumplir con un deber humano, de memoria y valoración de la vida. Este texto es una oportunidad de dar a conocer una realidad que muchos no conocen, pues los medios en su cobertura mediática convencional preparan escenarios llenos de artificios y escasos de verdad, donde más que informar, el resultado último es el profundo desconocimiento de lo que se está viviendo en estas comunidades aisladas y por lo tanto abandonadas. Ellos son los mexicanos olvidados, inexistentes y borrados de la historia, que paradójicamente guardan en su seno el germen original de México.

Sigo el cauce del río y con él la destrucción que su fuerza ocasionó. Algunas casas tienen sólo un muro erguido para testimoniar lo que hace sólo algunos días fueron. El sonido del río es omnipresente, como sus estragos. El agua sigue agitada.

Me cuesta imaginar el agua en su apoteosis. Armando me explica que la forma en que describen en me'pha la fuerza del agua es única, "da miedo al escucharse". Representa los sonidos con que las piedras se golpean entre sí, los ruidos amenazantes que crean las rocas. "Impulsadas por la violencia incontenible del agua, podrían desbocarse y abalanzarse sobre ti". Después de escucharlo, encuentro claramente dentro del sonido acuático un tremor grave, fregándose entre ellas. 

Al llegar al centro del pueblo, un grupo de unos 20 habitantes nos rodea. Junto a Armando, somos  el primer signo de una llegada del "exterior". Lo felicitan por haberme traído y veo crecer cada vez más ciertas expectativas. "No soy gobierno, vine de forma independiente", "de mí no depende directamente que lleguen despensas, pero estoy aquí para que su situación pueda ser conocida y posiblemente se enteren quienes pueden verdaderamente ayudar". En fin, la gente al oír esto a veces se decepciona o molesta. Es un trago amargo cuando se asomaba un poco de ilusión. Pero así nos acercamos a un terreno más concreto y menos emotivo de diálogo. Se abren y me cuentan con mas calma su dolor, su encabronamiento, no sólo el del desastre sino el de su pobreza perpetua. Esa que se anunciaba en el camino. Describen con furor el olvido del que siempre han sido objeto, subrayando las promesas incumplidas de cada campaña electoral. 

Continuamente escucho el manejo corrupto y discrecional que los caciques hacen de las ayudas, cuando raramente las distribuyen. Al mismo tiempo, la comunidad se sostiene entre sí, las familias se apoyan compartiendo el maíz que embodegan en tambos. Éste significa tranquilidad y salvación entre los excepcionales previsores que lo atesoran.

Las personas se aglomeran, soy como un vaso conductor por donde siento que el pueblo dialoga entre sí, sin encararse directamente. Pronuncian frases  que creo sería difícil que hablaran así "nomás", siento que se unen en su pesar, su furia y el subtexto de cada palabra es: unámonos, organicémonos. 

Es un nuevo río revuelto. El resonar de sus rocas revolcándose entre el hervor de la sangre. Entiendo lo que decía Armando, el significado en tlapaneca de la fuerza del río es paralelo al carácter y lengua de sus pobladores. Idioma no sólo es retrato de una cultura, sino de sus paisajes, externos e internos y aquí vaya que son poderosos. 

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A la intemperie secan las cosas estropeadas. Los interiores de cocinas y cuartos están inundados, las paredes, caídas. Pero insisten, lo grave es que no hay alimentos. Lo subrayan diciendo que es porque están aislados, porque no están bien los caminos. Escucho continuamente: ¿dónde está la ayuda? ¿cuándo llega? ¿y las despensas? 

Detengo la mirada en una casa inundada de lodo, metáfora perfecta de mi experiencia en este viaje. Pintado sobre una estufa se lee: "Vivir mejor". Si continúa la simulación e incapacidad política en esta región, una aún mayor tormenta de miseria, migración, hambre y enfermedades podría seguir a la devastación de Ingrid y Manuel. 

Eugenio Polgovsky

Tenamazapa - Cd. de México - Octubre 2013

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