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El día de ayer el gobierno federal de México desalojó del Zócalo de la ciudad a los maestros que se mantienen en protesta contra la Ley de Servicio Profesional Docente, una acción con la que la realidad parece quedar soterrada ante la preferencia por el simulacro.

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De pronto, una mujer a cuadro. El cabello teñido de rubio, perfectamente lacio, un gesto disimulado, escondido apenas, de satisfacción o de orgullo. Los grupos de limpieza ya se encuentran en el Zócalo, dice, y acompaña sus palabras con una sonrisa mecánica que se disuelve al instante siguiente.

Recuperado. Limpio. Como si se tratara de un territorio que estaba en manos de invasores. Como si nadie más pudiera arrogarse esa propiedad (como si esa propiedad siquiera existiera). Como si antes aquello estuviera sucio.

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El pretexto: la conmemoración oficial del Día de la Independencia, la “ceremonia del Grito” que cada año ocurre en Palacio Nacional y al pie de Palacio Nacional, el pretendido festejo de la nacionalidad mexicana, el día del año en que la autoridad en turno enuncia públicamente y para el país entero una de sus definiciones oficiales de lo que es México.

Pero en esa enunciación los maestros estorban, no pueden tomar parte. Son presente ahí donde se reivindica una versión específica del pasado. Disidencia donde se proclama la idea de unidad. Contradicción donde se afirma. Evidencia en la apariencia. Realidad donde se levantará un montaje.

El Congreso mexicano aprobó la Ley de Servicio Profesional Docente sin escuchar realmente a quienes, con argumentos, se oponen a dicha ley. El gobierno de Enrique Peña Nieto también les niega la posibilidad de exponer sus propuestas. La administración de Miguel Ángel Mancera dice respetar el derecho a manifestarse pero las detenciones arbitrarias son ya una práctica sistemática de sus cuerpos policiacos. El simulacro de las mesas de diálogo, el simulacro de las negociaciones, el simulacro de la izquierda en el poder. Sus únicos actos reales: la imposición unilateral de una reforma y el desalojo violento y por la fuerza de una protesta. El montaje que lo justifica: la verbena y el desfile.

Maestros se enfrentan a policías en las calles principales de la capital de un país. Un escenario que se creería imposible. ¿Qué necesita hacer (o dejar de hacer) ese país ―sus autoridades, sus ciudadanos― para orillar a sus maestros, aquellos que forman y educan, a esta situación? ¿Parece lógico que ante esto el gobierno de este mismo país prefiera ignorar primero y después reprimir?

¿Es tan persistente nuestro supuesto gusto nacional por la simulación?

Twitter del autor: @saturnesco

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición de Pijama Surf al respecto.