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El Inversor: Mi aparato digestivo

Por: Pablo Doberti - 09/03/2013

Enseñar también es aprender; o sobre todo es aprender, casi siempre de quien menos se espera pero, paradójicamente, más debiera esperarse; un texto de Pablo Doberti.

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Doy 3ro de primaria. Mis alumnos tienen 8 y 9 años. Llegué temprano esta mañana. Estoy nerviosa (sí, yo, que tengo 20 años de profesión, hoy estoy nerviosa). Voy a intentar una ruta nueva, por primera vez. Soy maestra integral.

¿Pero nunca en los 20 años de profesión hiciste algo nuevo, que tan nerviosa estás hoy?

Creía que sí, pero ahora sé que no. Tal vez por eso no me ponía nerviosa. La ruta nueva de hoy me inquieta porque va hacia el otro lado.

No exageres!

No exagero. ¿Quieres quedarte?

La planificación del día me indica que vamos a trabajar el aparato digestivo. Y podría haber empezado como siempre: encendiendo el proyector, desenfundando mi iPad, ponerlos en red y proyectar en el frente esa impactante animación del aparato digestivo que compramos en el colegio y que tanto le gusta a todos. Podría. Ella se despliega solita, tiene un audio en off (el proyector amplifica el audio del iPad de una manera increíble) que va describiéndonos perfectamente el proceso digestivo, con sumo detalle y con gran realismo; todo se mueve, se ve perfecto el funcionamiento de cada órgano. Puedo hacer que el audio sea en cualquier lengua (tengo 25 para elegir).  Puedo agrandar, achicar, hacer zoom, parar, ralentizar, devolverme. Podría haber encendido y ya desde el título, que gira, brilla, se multiplica y seduce, todo parecería impactar. Podría haber despertado el clásico “wow!” de algún que otro. Podría… Pero hoy no quiero.

O podría haber usado la tiza de siempre (por las tardes doy clases en la escuela pública del barrio lateral) para titular en la pizarra verde, algo raída, con mi letra de molde forjada en años de repetición, en blanco, EL APARATO DIGESTIVO. Y echarme a hablar. Sin usar el dedo apuntando (ya aprendí que mejor no); sin gritar ni exagerar el tono ponderativo; mirando a los alumnos y no al póster que cuelgo del lado derecho cuando me toca el aparato digestivo o el mapa de nuestro bendito país; hablando pausado y preguntando periódicamente, para fijar los conocimientos (mejor, a las primeras filas). Tratar de ser amena, pero sobre todo ser eficiente y asertiva. Podría –decía- haber avisado que hoy hablaríamos del aparato digestivo, cuya definición es que tal y cual, y así. Podría… Pero hoy no quiero.

Tengo curiosidad. ¿Qué hiciste, entonces?

Giré. Invertí las cosas. Me arriesgué.

¿A que se molestaran contigo en la coordinación?

A perder el control; a hacer el ridículo. A fracasar por completo. A eso me arriesgaba esa mañana.

Pero seguí adelante. Seguí porque no sé por qué ni escuchando a quién, pero en los últimos días me ha ganado una convicción incontestable, categórica y terminal: que cualquier riesgo de fracaso es mejor que el fracaso garantizado que venía desplegando en mis aulas en los últimos años de trabajo. Por eso estaba nerviosa y también por eso seguí adelante.

Y en lugar de imponerles el aparato digestivo, hoy abrí peguntándoles si sabía bien la comida de sus casas. Me entregué. Una vez lanzada la pregunta, o contaba cómo sabía la de mi casa (que por cierto, no sabe nada bien, detesto cocinar y mi marido también) o me tocaba callarme y esperar por la palabra de ellos, mis alumnos, los de adelante y los de atrás, para que me contaran y se contaran cómo sabía la comida de cada una de sus casas, porque yo no lo sé. Les conté sobre mi casa (sin videos ni animaciones, por cierto. Dejé el iPad en una silla.) y me callé, esperándolos. Yo estaba obligada a callarme y ellos, obligados a hablar.

Upa! Upa! Y cómo siguió?

Como siempre. Como siempre que se hace ese gesto metodológico. Es decir, como nunca. Siguió que se lanzaron a hablar. A hablar de lo que saben y de lo que justamente son soberanos, que es de su saber. Naturalmente. Los de atrás, incluso, como que se venían para adelante y los de adelante se desconcertaban un poco. (Trataban de adivinar qué podría estar esperando yo que ellos dijeran –siempre hacen eso los de adelante-, y yo qué sé). Y se armó el diálogo. Cruzado, interrumpido, lateral… una madeja de circuitos intercomunicándose. Un buen lío.

Al poco tiempo me di cuenta de que el frente ya no era el frente porque no había control ni monopolio desde ahí, y me corrí. Salí. Giré. Deambulé. Discurrí. Me dejé llevar por el flujo. Di vueltas. La pizarra viró museo y el frente, recuerdo.

El diálogo crecía y mi arte pasaba ahora por darle vitalidad al debate cuando por cualquier causa él decaía. Apenas un bajón y yo metía una pregunta-problema para reanimar. Y me salía de nuevo. O me expulsaban –diría- a fuerza de vitalidad participativa, si mi pregunta era verdadera y eficaz. La sala hervía y el conocimiento rebotaba por todos lados. Se iban encabalgando una cosa con la otra; crecía el colectivo. Alguna que otra vez puse un acento, hice un guiño, levanté algún concepto útil traído en la correntada del intercambio; reconduje. Otra vez hice un ruido, bostecé (deliberadamente), me di la vuelta o canté un pedacito de aquella que dice “si tuviera que elegir…”. Siempre discreta y siempre atenta.

Me olvidé de la pizarra, del cuaderno, del iPad y del esófago. Mis alumnos se olvidaron de mí… y se acordaron de ellos. Se reencontraron y en el fondo, yo también.

Te diste un gusto.

No. Cambié de paradigma profesional. Me transformé en otra.

Claro, la cosa recién empieza. Tendría que tener otros 20 años profesionales que no tendré para macerar el modelo y hacerlo crecer. Las destrezas que tenía ya no me sirven como competencias para este contexto. Alguna que otra, pero muchas de ella no. Y me faltan nuevas, axiales. Me falta aprender a generar y sostener los problemas, que son la base que tracciona al nuevo modelo. Me falta saber provocar y recogerme. Surfear esa situación abierta y vital que creo y no controlo. Me toca resetearme y reconocer que mi obligación es obligarlos a participar. Obligarlos a recuperar sus derechos. Obligarme a devolverles la dignidad que les robamos ya no recordamos ni quiénes ni cuándo, pero que la mantenemos presa entre todos.

Te cambió la vida.

Tal vez,  pero mañana me toca clase de EDUCACION SEXUAL y pasado, LOS ROMANOS. A ver cómo le hago para no traicionarme. La reválida de ahora en adelante es diaria.

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