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Más allá de la poesía y la ontología que florecen en este ‘estado’, la oscuridad también es un recurso natural y hoy se encuentra amenazado por la luz artificial.

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Así la oscuridad será la luz, y la quietud la danza. 

 TS Eliot

Históricamente la oscuridad ha desempeñado un papel fundamental en la cosmogonía de toda sociedad humana. Asociada a divinidades, fuerzas creativas, entornos mitológicos y estados mentales, lo cierto es que pocas veces, quizá por la falta de necesidad, la concebimos en su plano más básico, es decir, como un recurso natural.

Más allá de la esencia poética de este ‘estado’, aspecto entrañable en su naturaleza, la oscuridad es un ingrediente indispensable para el equilibrio de las cosas. Lo anterior no solo dicho en sentido metafórico, sino que los ecosistemas, así como el orden natural, requieren de su presencia para mantener su funcionalidad.

Es evidente que hoy, más que nunca, somos una especie ‘electrizada’. Buena parte de nuestras actividades cotidianas se apoyan en el uso de luz eléctrica, y las concentraciones urbanas actúan de noche como monumentales candelas, oponiéndose así al entorno natural que les rodea, la oscuridad de la noche.  

Por está razón, diversos especialistas están pujando por establecer un índice internacional de niveles de oscuridad, tarea que el National Parks Service Night Sky, de Estados Unidos, ya se encuentra desarrollando. Al respecto, Paul Bogard, autor del libro The End of Night: Searching for Natural Darkness in an Age of Artificial Light, advierte en entrevista que:

Una de las razones por las que es tan importante identificar los distintos niveles de oscuridad, es para que reconozcamos que la estamos perdiendo –algo que no sucederá a menos que tengamos un nombre para designar las etapas de este proceso. Y a la vez, representa una forma de nombrar aquello que podemos recuperar.

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Originalmente el combate contra la oscuridad se debe a una búsqueda por estar más seguros frente a las amenazas de la noche. Pero este legado, relacionado, supongo, al instinto de supervivencia, no responde en sí a una necesidad de ‘ver’ el entorno con detalle, sino solo lo necesario para hacerlo conciente –y así disponer de lo necesario para estar a salvo. 

Hace unos años nació el concepto de contaminación lumínica, que se refiere a los excesos de luz artificial en entornos urbanos, y las repercusiones negativas que esto puede acarrear. Entre estos podríamos mencionar la alteración de los ritmos naturales dentro de las ciudades, algo que afecta, por ejemplo, al desarrollo de las plantas o el violentar los ritmos circadianos dentro del reloj biológico de las personas, lo cual a su vez conlleva problemas en nuestra salud.

Más allá del debate en torno a la seguridad que provee la iluminación artificial, aparentemente lo que hace de esta práctica un agente de desequilibrio, es el exceso. En realidad recurrimos a la luz artificial, tanto públicamente como en privado, mucho más de lo necesario –de hecho hemos generado una especie de dependencia psicocultural a la luz eléctrica. Lo cual no solo amenaza las bondades de la oscuridad como una fuerza equilibrante, también tiene un impacto negativo contra la sustentabilidad –se calcula que tan solo en Estados Unidos la sobre-iluminación implica el gasto de 2 millones de barriles de petróleo al día.

De manera complementaria, y ya desde un punto de vista estético, la contaminación lumínica impide a los habitantes de  ciudades alrededor del mundo, disfrutar de una de las actividades más seductoras que tenemos a nuestro alcance: contemplar los cielos nocturnos. Por ejemplo ¿cuántas veces nos hemos privado de una lluvia de estrellas por estar sumergidos en los millones de bulbos encendidos dentro de nuestra ciudad?

Imagino que lo que toca tras escribir, o leer, este artículo, es cuidar nuestro uso de la luz eléctrica, diluir en la sombra ese trauma panóptico por ver y ser visto, aún de noche. Participar en la construcción de una cultura en contra de la sobre-luminidad urbana, y a favor de los cielos estrellados, y reconciliarnos, en un plano psicocultural, con la oscuridad como una generosa acompañante. 

En lo personal siempre he admirado la oscuridad. Creo que se trata del mejor amigo de la luz –el simbiótico matrimonio de los opuestos. La elegancia de la sombra me inspira, y el eclipse me parece un ritual apasionante. Las aves nocturnas me producen una genuina fascinación –en particular los búhos–, y en la noche, en su oscuridad, encuentro uno de los más estimulante motores de la creatividad. Pero jamás me había tocado reflexionar en la oscuridad como un recurso natural, y mucho menos dimensionar la amenaza que hoy enfrenta este invaluable bien. Escribo este artículo con la simple intención de que pronto seamos más las personas concientes sobre este fenómeno, y que juntos protejamos a la oscuridad –recordemos que, a fin de cuentas, ella jamás nos ha abandonado.  

Twitter del autor: @ParadoxeParadis