El cambio reciente en la dirección general del Instituto Nacional de Antropología e Historia ofrece una nueva oportunidad y, a la vez, trae a la memoria un gran caudal de problemas.
Teresa Franco, quien ahora lo preside por segunda ocasión, garantiza desde luego la custodia de nuestra riqueza ancestral. Su integridad, patriotismo y destreza suman a la causa. Lo que está en juego es, sin embargo, la limitación de los recursos y la densidad de las inercias contrarias a la puesta al día de una venerable institución…olorosa a naftalina.
Se conoce que el universo del cual es responsable el INAH rebasa significativamente su instrumental de trabajo; el organismo tiene, en cambio, prestigio, presencia y una misión fundamental que cumplir: contribuir a que los mexicanos estemos seguros de nosotros mismos, y ciertos de provenir de unos linajes recios, sabios, sensibles que vale mucho la pena asumir, refrendar y proseguir.
La función del INAH es por ello, a mi entender, esencialmente educativa. Se trata de preservar y comunicar valores: éticos, sociales, estéticos.
Son muchas las maneras en que esto puede acometerse. Los planteles escolares en su lugar o de visita, las comunidades próximas a los sitios y los monumentos, el turismo nacional, las tecnologías de la información y la comunicación, aportan hoy un arsenal amplísimo con el cual trabajar en la transmisión y absorción de conocimientos, y en su interpretación.
Los obstáculos son muchos y diversos.
Al amparo de una especie de “sacerdocio” auto-impuesto o auto-designado bullen y se multiplican en el interior del Instituto grupúsculos que no defienden, en realidad, sino intereses particulares a expensas del patrimonio colectivo. Son escollos reales para el ejercicio de la función objetiva tanto como para la transformación positiva y cabal del organismo.
La nueva titular deberá apelar a la comprensión y el apoyo constante del gobierno que le encarga una tarea asaz delicada y trascendente. De igual modo habrá de convencer al personal académico, técnico y administrativo verdaderamente profesional de unirse a la tarea por el interés público que le incumbe. Y tendrá que intentar involucrar en el empeño a la sociedad organizada, en busca de recursos y otras suertes de colaboración responsable y activa.
Más que verse celosamente a sí mismo como una bóveda inexpugnable (una especie de Fort Knox de la cultura vernácula), el INAH debiera convertirse en un gran promotor de la participación social; abrirse a la concurrencia del mayor número de agentes sociales para ampliar la conciencia y sumar fuerzas. Debiera, asimismo, buscar el concurso de las universidades mexicanas y extranjeras para producir cuadros especializados en las cantidades y calidades requeridas, los cuales posibiliten, por fin, la impostergable descentralización de la gestión y los servicios.
Menudo esfuerzo, pues, el que aguarda a la flamante directora, de quien no se espera sino que porfíe en el intento con la enjundia y el talento que le son característicos.