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El futuro de la energía renovable podría estar en el sexo

Por: Luis Alberto Hara - 03/12/2013

El mito moderno de la especialización y la eficiencia evolutiva aplicado al progreso debe reevaluarse a la luz de la variedad genética, una lección no aprendida de los intercambios sexuales para la selección natural.

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4 mil millones de años de organismos vivos en el planeta cuentan una historia que podría ayudar a los seres humanos a enfrentar el mayor reto: el desarrollo sustentable. Ese ente plural y diverso que conocemos como naturaleza se ha encargado de producir organismos que aprovechan la energía de manera más eficiente que cualquier invento de la ingeniería moderna: albatros que planean durante kilómetros de millas náuticas sin prácticamente mover las alas, plantas que sintetizan la luz para convertirla en nutrientes aún en los climas más extremos, casi sin desperdicio alguno, e incluso organismos que aprovechan los desechos de otros son sólo algunas muestras de la fascinante eficiencia alcanzada durante eones de evolución.

Y es que la evolución ha sido entendida como un equivalente en la naturaleza del progreso humano. No es coincidencia que las teorías de Charles Darwin hayan sido producidas en un tiempo histórico paralelo al de la Revolución Industrial en Europa. El ser humano, a través de la tecnología, ha buscado alcanzar la eficiencia de la naturaleza, conceptualizándose a sí mismo a través de las ciencias como una máquina: piénsese en la neurología de principios del siglo XX, que veía cada parte del cerebro humano como una pieza asociada a una función —hoy sabemos, en cambio, que la memoria y otras funciones cognitivas involucran la relación entre varias zonas del cerebro en su conjunto.

Leemos la evolución a través del mito moderno del progreso, pero en realidad eso que entendemos por "naturaleza" no tiende solamente a la eficiencia. Pensemos en el sexo. El sexo es probablemente la función más complicada e inútil —en términos de eficiencia— de entre todos los mecanismos que tiene la vida para reproducirse. Una flor espera que un polinizador se lleve la información genética de una planta a otra; una tortuga recorre kilómetros para desovar, y las tortugas bebé están siempre a merced de depredadores como cangrejos y gaviotas; los salmones remontan la corriente de los ríos sólo para volver al lugar donde nacieron y los pájaros tropicales muestran imbricadas plumas de colores para atraer parejas potenciales, pero también atraen involuntariamente a sus depredadores. ¿Por qué la naturaleza no tiene mecanismos eficientes para reproducirse? ¿Por qué tomarse tanto trabajo (entendiendo trabajo como energía) para aparearse?

La respuesta a esto podría ser que el gasto de energía que constituye la reproducción sexual podría ser más que un sabotaje: podría ser la médula misma de la variabilidad genética. Pensemos que la información genética de una especie se perfecciona durante generaciones y generaciones hasta alcanzar un grado supremo de perfección. Si un organismo fuese totalmente eficiente, probablemente en el transcurso de algunos millones de años podría dejar de lado las prácticas sexuales y reproducirse con mayor aprovechamiento energético, o tomar su energía del sol, del viento o de sus propios desechos. Sólo hay un problema: para que esta élite de organismos hiperevolucionados pudiera sobrevivir las condiciones medioambientales deberían permanecer constantes, lo cual, en el universo, no es nunca el caso.

El sexo es una especie de autosabotaje que la naturaleza se impone a sí misma, una especie de trampa o prueba: si la especie la sigue derrotando durante sucesivas generaciones, la información de variabilidad genética puede asimilar no sólo las mejoras que cada generación aporta al ADN, sino también prepararse para responder a los cambios en su medio ambiente, a las fuentes de alimento y a la densidad poblacional.

La selección natural, sin la trampa del sexo, reproduciría individuos con un altísimo nivel de eficiencia, pero también de un altísimo nivel de simplicidad. Sin la variedad, las especies no podrían adaptarse. Ahora viene la verdadera pregunta, ¿por qué si las ciencias humanas toman como modelo la naturaleza aún no hemos aplicado estas lecciones de la evolución a la regulación de nuestros complicados sistemas artificiales, como la economía o la resolución de los problemas energéticos?

Dicho de manera muy simple, se trata de que si ponemos "todos los huevos" en una sola canasta (por ejemplo, si invertimos todo el capital en combustibles fósiles), perdemos la oportunidad de aprovechar otras fuentes de energía: no necesariamente mejores, simplemente diferentes. Es preciso abandonar el delirio de que la eficiencia de un sólo método para extraer energía (a menos que sea el prana o energía vital) servirá en el largo plazo para resolver la actual crisis energética. El progreso vendrá solamente de la diversidad, o al menos es lo que el sexo nos enseña para acceder a un futuro sustentable.

Los ecosistemas no crecen consumiendo y agotando los recursos disponibles, sino adaptándose y aprovechando lo que hay. Este camino está probado por más de mil millones de años de sexo en la naturaleza contra unos 200 años de desastroso uso de combustibles fósiles. Implementar una variedad de sistemas de aprovechamiento energético sin duda puede ser costoso en un principio, pues implica invertir en investigación, en reeducación de nuestros paradigmas actuales y con todo nada podrá asegurarnos que estamos ante la panacea; sin embargo, desaprovechar esta oportunidad tendrá consecuencias peores a la larga. El paso seguro a la extinción es la especialización y la eficiencia, trampa de la que nos salva un viejo aliado: el sexo.

Con información de Slate.