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¿Es mejor desear y que la consecución de ese deseo nos transforme? ¿O no desear y evitar así el sufrimiento que conlleva sentir que necesitamos algo?

La naturaleza humana —si es que aún puede utilizarse dicho concepto— posee algunos elementos que la identifican como tal: la conciencia de sí, la empatía, la conciencia de la muerte y algunos más que forman una especie de red en la que todos están conectados secretamente entre sí, en la que es difícil señalar si hay alguno que precede a otro o viceversa.

En este sentido, hay uno en especial que podría mirarse como una especie de fuente o manantial primigenio del cual surge esa suma de circunstancias que explican la existencia de una persona: el deseo.

Aun en su forma primitiva —suponiendo que existió en algún momento del desarrollo evolutivo del hombre una especie de proto-deseo que seguía inclinado hacia los instintos pero en franca transformación con respecto a estos — el deseo puede considerarse ese empuje último que como especie nos separó para siempre del seno de la naturaleza, la expulsión edénica que, como querían Kafka y Borges, consiste en que somos incapaces de darnos cuenta en que seguimos en el Paraíso.

La esencia del deseo es paradójica: en su cariz más cruel, nos enfrenta a la realidad de nuestra insatisfacción, nuestra incompletud, al hecho de que necesitamos algo que no tenemos, siempre; en contraste, es esta misma conciencia la que nos anima y nos aviva, la que potencialmente nos empuja a hacer algo para conseguir y alcanzar eso que deseamos.

Esa es una manera de entender el deseo: como raison d’être, en su sentido más literal, como una circunstancia vital que, de no existir o, por el contrario, de satisfacerse realmente, quitaría todo sentido al hecho de ser y estar en este mundo.

Ahora bien, a esta conceptualización francamente lacaniana del deseo puede oponerse, en un juego de contrapuntos, la idea budista del deseo como causa del sufrimiento, como elemento que nos anuda y nos mantiene en los circuitos de miseria y dolor, que echa a andar los enrevesados mecanismos del apego y todas las consecuencias que esto conlleva. Desear algo es, aquí, sentir que ese algo nos hace falta, una sensación más bien cuestionable por ilusoria y que, en cierta forma, tiende naturalmente hacia su desaparición en una persona que sigue la doctrina budista.

Se trata, como se ve, de dos maneras de entender el deseo un tanto opuestas entre sí: ¿es mejor desear y que las acciones emprendidas para alcanzarse ese deseo nos transforme, preferentemente para bien, o no desear y con ese no desear igualmente alcanzar el equilibrio espiritual que dé paz a nuestra existencia?

Twitter del autor: @saturnesco