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Nuestros pensamientos son la base de nuestras acciones y nuestras acciones los bloques con los que construimos nuestra realidad cotidiana, por lo cual, después de todo, ser o no supersticioso influye directamente en el mundo que vivimos diariamente.

babi mouton/flickr

Por naturaleza, por estructura, el cerebro humano tiende a la búsqueda del orden y el sentido, una inclinación siempre en conflicto con el azar, el accidente y la aleatoriedad que son consustanciales al mundo. Por supervivencia elemental, nuestra mente forma patrones que otorgan una base estable a partir de la cual elaborar los razonamientos y juicios que nos permitan ser y estar en el mundo.

De ahí que, entre muchos otros fenómenos, la civilización haya gestado las llamadas creencias supersticiosas, en las cuales se aúnan el ritual —una acción que al repetirse genera un sentido— y la certeza mental de conseguir un efecto conocido por esperado. Una ley de casualidad basada en una premisa falsa que, sin embargo, creemos lógica o real.

Con estas mínimas acciones pretendemos seducir a la suerte, la Fortuna que entre los antiguos era una divinidad caprichosa, “la puta del rebelde” para Shakespeare (“a rebel's whore”, Macbeth I, ii) que, en su veleidosa voluntad, lo mismo puede tenernos en la cúspide que en los suelos más abyectos (Dante, Infierno, VII, 62 y ss.).

Y si bien durante cierta época fue común denostar el pensamiento supersticioso, en el fondo, paradójicamente, es bastante racional o por lo menos netamente humano, acaso inseparable de las habilidades propias de nuestro cerebro de primates avanzados, además de que aporta beneficios tangibles en nuestra vida cotidiana.

De entrada la ilusión de control que nos da la superstición reduce el posible estrés en el que vivimos, una fantasía que se ramifica diversos ámbitos del comportamiento. Por la superstición se puede incrementar la confianza en uno mismo, como si se ingiriera un placebo de autosuficiencia que mejora el rendimiento laboral y personal.

Y no se trata de palabras huecas (a pesar de que si las pensamos un poco parecen coherentes): en un estudio reseñado por Robert Biswas-Diener en su libro The Courage Quotient: How Science Can Make You Braver, personas que creían en supersticiones de buena suerte —y que, por lo mismo, llevaron un amuleto al lugar donde se llevó a cabo la prueba— fueron capaces de resolver rompecabezas y recordar mejor las imágenes de 36 tarjetas diferentes en comparación con quienes se mantenían escépticos ante estas ideas. Sorprendentemente, un lucky charm fue capaz de mejorar sus habilidades cognitivas.

Asimismo existen ciertos rasgos de personalidad que, asociados a la “buena suerte”, tienen un efecto directo sobre el devenir cotidiano. Es más o menos común que quienes creen en esta estén también abiertos a maximizar su suerte por medio de la búsqueda de nuevas oportunidades y ámbitos de acción, a mantenerse atentos al llamado de la fortuna (creer en su intuición y sus presentimientos: la manera en que nuestro cerebro, según Jonah Lehrer, nos da a conocer la información que posee pero que no es accesible conscientemente), a esperar sistemáticamente el advenimiento de la buena fortuna (una forma también inconsciente de buscarla, de construir para nosotros mismos y a veces sin darnos cuenta situaciones afortunadas) y, finalmente, a convertir la mala suerte en buena.

En este sentido, Richard Wiseman, psicólogo de la Universidad de Hertfordshire  y asiduo colaborador de diversos diarios ingleses como The Telegraph, The Guardian y The Observer, condujo una investigación psicológica en la que encontró que las personas que sistemáticamente se consideran poco afortunadas, por lo regular son creaturas rutinarias, obsesionadas con la consecución de resultados fijos para sus acciones; caso contrario a aquellas que, se diría, tienen siempre buena suerte, que al parecer se mantienen más abiertas a la novedad y el cambio.

¿Qué nos muestran estos ejemplos e investigaciones? Al menos una premisa que podría sonar obvia pero no por ello menos trascendente: que la superstición es, en esencia, un fenómeno mental.

¿Pero no son los pensamientos, después de muchos trasvases, el sustento de nuestras acciones?

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Con información del blog Barking Up The Wrong Tree