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A raíz de J. Edgar, la reciente película que exhibe peculiares rasgos de personalidad del fundador e impulsor del FBI, cabe preguntarnos por la importancia que los anormales tienen en el diseño del mundo que los normales habitan.

El sábado, luego de ver J. Edgar —la más reciente película de Clint Eastwood en la que Leonardo DiCaprio interpreta al legendario fundador del FBI, John Edgar Hoover— me quedé pensando un poco en la función que la anormalidad ha cumplido en el mundo moderno —el único en donde, por otra parte, este concepto tiene sentido y significado.

Quien haya visto la cinta, conozca a grandes rasgos su trama o sepa con detalle quién fue John Edgar Hoover, sabrá que el punto fuerte de esta historia es la presunta homosexualidad del susodicho, la circunstancia aparentemente sorprendente o de franca curiosidad morbosa de que un hombre tan severo, tan duro, con la suficiente entereza moral y espiritual para echarse lo que él consideraba la seguridad de todo un país a sus hombros, haya sentido secreta, retraídamente, amor hacia los hombres.

Pero esto no es sino la superficie, la carnada con que el director o el guionista o los productores intentan asegurarse la curiosidad de las multitudes. Más interesante que la homosexualidad manifiesta o supuesta de Hoover es el medio en que este creció: ese padre sumido en la senilidad o la locura, en la inutilidad y la impotencia, en el ambiguo limbo de la presencia ausente; su madre, cuyo rigor se adivina crucial para el posterior desarrollo del hijo, esa obsesión suya por el orden y la corrección, por los logros y el reconocimiento público, por descollar de entre la medianía; finalmente Edgar mismo, el cuerpo informe sobre el que actuaron todas esas fuerzas tan propias de los circuitos familiares, tirando para un lado y para otro, determinando sus talentos pero también sus fracasos, sus fortalezas y sus debilidades.

Hoover no fue un anormal por sentir atracción por los hombres y repulsión por las mujeres. El asunto es mucho más complejo. En el sentido amplio del concepto, Hoover era un anormal por esa monomanía suya por la clasificación, lo mismo de libros que de personas, de huellas dactilares o recuerdos; Hoover era un anormal por esa incapacidad suya para establecer una relación sentimental o afectiva más allá de su madre o de dos o tres colaboradores en los que se permitió confiar; Hoover era un anormal por las consecuencias que esto trajo a su vida, el dolor acaso insufrible que buscó su puerta de escape en el trabajo, las redadas, los procesos inquisitoriales, las difamaciones, las injusticias, los chantajes y todo eso que, como su gusto por los hombres, es únicamente el rostro aparente de una realidad mucho más profunda pero, paradójicamente, cognoscible solo por estos efectos.

Al salir de la sala, y quizá incluso cuando todavía miraba la película, me fue un poco inevitable pensar en Proust. Inevitable porque últimamente, según parece, no puedo pensar en otra cosa, pero también por algunos rasgos de afinidad obvios con Hoover: la homosexualidad, claro, pero también la fuerte presencia materna que ambos compartieron (sin que de esto se extraiga ninguna conclusión). Hace poco leí, pero no sé decir dónde, que fue cuando la madre de Proust murió cuando este dejó de vivir para el mundo y se encerró cada vez con mayor hermetismo en sus cuadernos y su escritura. Solo así escribió la Recherche: una vez que quedó suelto eso que se rompe y se desata cuando mueren el padre o la madre, el depositario de la ley.

Guardada toda proporción y aunque a algunos esto pueda sonar indigno, quizá podrían encontrarse no solo similitudes (forzadas) en las personalidades de Hoover y Proust sino, lo que quizá puede ser más interesante, en las obras que ambos levantaron, las dos tan monumentales, tan increíbles de que hayan sido producto del esfuerzo, la tenacidad y la voluntad de un solo hombre. El talento importa, es cierto, pero quizá no tanto como esa obsesión rayana en el delirio de quien se plantea un proyecto y no descansa hasta verlo acabado, hasta que su forma última lo deja satisfecho o exhausto.

Fue entonces cuando pensé en la anormalidad, en la necesidad que tiene el mundo de que las grandes obras, las grandes instituciones, aquellas que se mostrarán como el orgullo del género humano o el triunfo de la civilización, esas que hacen posible estar en el mundo, las impulse un anormal, alguien a quien no le importan los amigos ni el entretenimiento, que parece necesitar menos que el resto las relaciones sociales más allá de lo estrictamente necesario, un anormal que, en otras condiciones, muy probablemente se encontraría recluido o marginado, sin ninguna atenuante que haga tolerar eso que los otros consideran, amablemente, excentricidades y rarezas.

Si todo esto es cierto, también es un poco irónico: que los anormales realicen las obras que los normales eventualmente aplaudirán.