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Los ciudadanos de las democracias occidentales veía con incredulidad la transmisión de imágenes de ciudadanos coreanos con lágrimas en los ojos, diciendo adiós al líder de uno de los regímenes políticos más represivos en la historia moderna.

Ni George Orwell en su novela 1984 o Terry Gilliam en su largometraje Brazil pudieron siquiera aproximarse a lo que hoy el mundo atestigua ante la muerte del líder máximo de Corea del Norte, Kim Jong-il. Cientos de miles de coreanos, civiles y miembros de la fuerzas armadas, despidieron entre sollozos y gritos de histeria a su “Gran líder”, su “Querido líder”, “el Sol del siglo XXI”, Kim Jong-il.

Los ciudadanos de las democracias occidentales veían con incredulidad la transmisión de imágenes de  coreanos con lágrimas en los ojos, diciendo adiós al líder de uno de los regímenes políticos más represivos en la historia moderna. Un régimen que prácticamente no permite la entrada de extranjeros a su territorio, ni pensar en la salida de coreanos fuera de él, que utiliza la pena de muerte sistemáticamente como mecanismo para controlar a sus opositores. Un régimen político instaurado por el padre de Kim Jong-il, Kim Il-sung, sustentado en una alianza con la fuerzas armadas y el partido de los trabajadores, cuyos ciudadanos tienen una expectativa de vida de tan solo 68 años (por debajo países como Honduras o Bangladesh) con un inmenso arsenal de armas nucleares, pero incapaz de alimentar a su población: en abril de 2011 el Programa Mundial de Alimentos lanzó una operación contra la hambruna que acechaba 3.5 millones de niños en el país.

A Kim Jong-il lo sucede su hijo, Kim Jong-un, de casi 30 años, como supremo líder del país. Las demostraciones de apoyo a Kim Jong-un en Pyongyang han sido abiertas, por lo que todo indica que la transferencia del poder de la dinastía ha sido lograda sin enfrentamientos entre la élite del ejercito y el partido comunista de Corea del Norte.

Todo esto es aparente, pues en realidad el control mediático y político dentro de esta nación es de tal magnitud que pocos fuera del mundo conocen lo que realmente ocurre en Pyongyang. Pero lo mismo ocurre al interior de Corea del Norte. El régimen tiene un control férreo sobre la información que del propio país y el extranjero tienen los ciudadanos coreanos. Los mecanismo de control mental y propaganda han permitido al régimen construir argumentos que en otro lugar y en otro momento se reconocerían como un absurdo, como efectivamente considerar la posibilidad de que en el día del sepelio de Kim Jong-il el cielo lloraba en forma de nieve mientras la carroza fúnebre, una limosina de hechura estadounidense, rodaba lentamente frente al público espectador.

¿Por qué lloraban los coreanos? Tal vez porque su mundo esta intrínsecamente conectado con la élite que determina su forma de vida y su futuro, tal vez porque a la muerte de Kim Jong iI, se abrió por un momento una ventana, no de oportunidad para modificar el régimen, sino de temor ante la incertidumbre.

¿Por qué lloraban los coreanos? Tal vez porque se despedían de aquel hombre que, de acuerdo con los medios de propaganda de Corea del Norte, era su padre, el hombre elegido. El nacimiento de Kim Jong-il había sido anunciado en el cielo con un arcoíris doble y una nueva estrella y había tenido lugar en el monte sagrado de Baedku. Kim Jung-il, el elegido, comenzó a caminar a las tres semanas de vida y a las cinco aprendió a hablar. Un hombre que escribió 1500 libros en tan solo un año, que logró completar  18 hoyos de golf, el único en Corea del Norte con palos de golf, de un solo golpe, un compositor prolífico de seis óperas, el hombre que no defecaba.

Ante estos hechos, tal vez la pregunta sería por qué no llora el resto del mundo junto con Corea del Norte.