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En una medida un tanto anacrónica, la Cámara de Representantes de Estados Unidos decidió reafirmar la frase "In God We Trust” como lema nacional, sin considerar que la confianza pública descansa más bien en las libertades y los derechos que en las creencias religiosas.

Esta semana la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó por con 396 votos a favor y 9 en contra conservar el “In God We Trust” [“En Dios confiamos”] en los billetes que imprime el gobierno y que distingue a las instituciones públicas, además de nombrarlo el “motto [lema] oficial de los Estados Unidos”.

Muchos analistas han considerado con recelo esta reafirmación de dudoso patriotismo, sobre todo porque como frase nacional esta es más bien reciente: si bien forma parte de las leyendas de monedas y billetes desde 1864, fue solo en 1956, en plena Guerra Fría, cuando se le elevó a rango de “motto oficial”, a despecho del “E Pluribus Unum” [“de muchos, uno”] que se consigan en el Acta de 1782.

La adopción de dicho lema es más o menos comprensible en un contexto en que era necesario, por parte del sector político gobernante, estimular el apego de las mayorías por su nación, referir el nacionalismo a una entidad superior y, simultáneamente, granjearse el supuesto favor de la divinidad a la que apelaban. En este sentido, el complemento (ideo)lógico para el “Confiamos en Dios” sería “Porque Dios está de nuestro lado”.

Sin embargo, ahora, más de 50 años después, con la distribución geopolítica diametralmente distinta a la de entonces, con el franco declive de la fe en el Dios de los cristianos, esa reafirmación suena un tanto anacrónica y, si es que todavía es posible hablar de esto, distante de un hipotético anhelo colectivo que pudiera compartir la mayoría de los estadounidenses, además de otras circunstancias culturales que atinadamente señala Michael Shermer del LA Times:

Lo que es problemático —y debería perturbar a cualquier ciudadano ilustrado de una nación moderna como la nuestra— es la implicación de que en esta era de ciencia y tecnología, de computadoras y ciberespacio, de democracias liberales asegurando los derechos y las libertades de los pueblos oprimidos en todo el mundo, cualquiera pueda todavía sostener la creencia de que la religión tiene el monopolio sobre la moralidad y de que el fundamento de la confianza se basa en grabar cuatro palabras en ladrillos y papel.

Quizá podría preguntársele a Sherme, a la vista de esta aprobación, si de verdad la suya es una “nación moderna” de “ciudadanos ilustrados”. De entrada, los 396 miembros de la Cámara de Representantes que votaron a favor de la propuesta parecería que difícilmente se ajustan a dicha clasificación.

Sea como fuere, Shermer tiene razón al preferir una postura política verdaderamente liberal, laica, que destierre de todo discurso público toda referencia a alguna creencia religiosa (porque estas pertenecen al ámbito privado, subjetivo, donde cualquiera tiene derecho a creer en lo que quiera sin que otros le obliguen a creer en otra cosa). Sobre la libertad en que Estados Unidos fue fundado, Shermer dice: “Dios no tiene nada que ver en eso”. En lugar de Dios, la confianza descansa en la seguridad de que el Estado garantice una serie de libertades (de prensa, de asociación, de movimiento, etc.) y derechos (a la propiedad, la estabilidad económica, a un entorno limpio y seguro, entre otros) que al obtenerse y mantenerse incrementan la confianza entre los ciudadanos y de los ciudadanos hacia su gobierno.

Y concluye Shermer:

Así, parece que los estadounidenses están más conscientes ahora que hace medio siglo de que nos toca a nosotros asegurar nuestra libertad por medio de políticas seculares inteligentes con aplicaciones sociales prácticas más que con esperanza devota en lemas vacíos que son el reflejo de una época pasada.

Una advertencia que podría tener eco no solo en Estados Unidos, sino en cualquier otro país en que religión y política se mezclan y confunden, casi siempre con turbios resultados.

[LA Times]