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Por más que a veces, ante obras como las de Roberto Bolaño o Marcel Proust, queramos saber qué tanta de realidad hay en la literatura, esta curiosidad puede revelarse inútil e incluso contraria a la finalidad última de esta disciplina: volver legible una parte del mundo.

Proposición: La literatura no es la realidad, por más que a veces —en ciertas obras, con ciertos autores— una y otra se parezcan tanto entre sí.

Ejemplo 1: Semanas atrás, buscando otra cosa, di con este listado en el que José Vicente Anaya y Heriberto Yépez, escritores mexicanos, identifican a varios de los personajes de Los detectives salvajes con eso que podríamos llamar su “modelo real”. Por tratarse de un documento de cierto valor y porque los lectores de Bolaño o conocedores de la susodicha novela no son ni raros ni pocos, aquel día lo difundí en las redes sociales, particularmente por Facebook y Twitter. De este último obtuve una respuesta interesante: Javier Álvarez, que con notable erudición mantiene el blog Edad de Oro, contribuyó en este post al desciframiento de otros cuatro pseudónimos «más o menos transparentes» de dos escritores, un poeta y un crítico españoles que también figuran en Los detectives, a saber, Antonio Gala, Fernando Sánchez Dragó, Leopoldo María Panero e Ignacio Echevarría.

Ejemplo 2: Meses atrás, hojeando libros de segunda mano en un parque público, me topé con un tomo suelto de una enciclopedia desconocida. Quiso el azar que lo abriera en el artículo dedicado a Proust, mismo que recorrí de prisa y sin atención, poco interesado como estaba en datos que no me eran tan ajenos. La entrada remataba con una veintena de imágenes relacionadas de algún modo con el autor: fotografías de su niñez, adolescencia y madurez, de dos o tres folios manuscritos de la mayor de sus novelas y también, lo que me pareció un tanto inusitado, de sus familiares y amigos; recuerdo especialmente una de un aristócrata muy engalanado, acaso de monóculo y con uniforme militar y posando en el umbral de una casa de campo, a cuyo pie (de la fotografía) se daba su nombre seguido de una acotación peculiar, algo como “el Marqués de Saint-Loup en A la búsqueda del tiempo perdido”. Yo, que, para decirlo con cierta afectación rayana en lo ridículo, había cobrado ya entonces cierta simpatía por este personaje, no podía creer que un hombre tan decimonónico y acartonado hubiera sido capaz de semejante brío, de ese grado de audacia y vitalidad que demuestra en la novela y que para nada se dejaban ver en esa imagen que parecía más apropiada para un soso álbum familiar. Cerré el libro.

Razonamiento 1: Hay libros, como Los detectives salvajes o En busca del tiempo perdido, que oscilan confusamente entre la realidad y la ficción, entre la (auto)biografía y la invención literaria, entre el recuento histórico y la digresión de lo vivido. Son parcialmente reales y por los huecos que deja dicha parcialidad se cuelan las dudas que siembra la literatura. ¿Qué tanta realidad —nos preguntamos los lectores— hay en Ulises Lima o en Arturo Belano, en los amores de Swann y Odette o en los asaltos meticulosamente planeados del Barón de Charlus? ¿Qué tan reales son o fueron la Ciudad de México de Los detectives salvajes o el Balbec de A la sombra de las muchachas en flor? ¿Quién fue en realidad Cesárea Tinajero? ¿Qué tan correcto sería encimar ambas figuras: a Papasquiaro sobre Lima, a Bolaño sobre Belano, a Robert de Montesquiou sobre Charlus? Y según parece, para comenzar a responder preguntas de este tipo, antes es necesario tasar la realidad, graduarla, otorgarle peso y medida y decir que en dichos u otros libros hay tanto de realidad y tanto más de ficción, como si se tratara de la composición química de una sustancia recién descubierta.

Ejemplo 3: José Joaquín Blanco, ensayista mexicano (también presente, por cierto, en el dramatis personae de Los detectives, aunque con otro nombre), llega a esta conclusión o la suscribe tomándola de otro autor, hablando del carácter “travesti” de En busca del tiempo perdido: «Uno sabe que es y no es novela, que es y no es autobiografía; que su etérea Albertine Simonet es y no es su fornido chofer Alfred Agostinelli, y que por prudencia cambió el género».

Razonamiento 2: Hablar así es no entender de qué trata no la Búsqueda, sino la literatura misma.

Conclusión: ¿Qué sentido tiene forzar la intención ficticia o francamente literaria de ciertas obras al re-anudarlas con los despojos de realidad de los que nacieron? Hacer esto es, de algún modo, traicionar a la literatura o humillar la inteligencia. Si la realidad se bastara a sí misma, si nos contentáramos con lo que vivimos a diario, la literatura no existiría porque no sería necesaria. Pero lo cierto es que la realidad es insuficiente e incomprensible, apabullante, absurda y baladí, insignificante porque en la desmesurada desproporción entre el mundo y el sujeto, en los trasiegos pocas veces justos entre uno y otro, se pierde ese significado que a lo lejos parecía legible. Por eso, porque la realidad es en sí misma ilegible, se necesita la literatura. Y también por eso, porque la literatura vuelve legible una parte del mundo, surge la contradicción que hace ya imposible la exacta correspondencia entre ambos. Ese fragmento de realidad que reside al interior de las obras de Bolaño o de Proust parece que palpita pero está completamente muerto: Los detectives salvajes o En busca del tiempo perdido se convirtieron en literatura gracias, en parte, a esa materia inerte, pero no dependen de ella para sobrevivir. Si la literatura, como a veces se dice, reflejara la realidad, hace tiempo que habría desaparecido, arrumbada con toda la parafernalia inútil y transitoria de que nos servimos cotidianamente.

Apostilla (única): A veces se intenta distinguir entre literatura y realidad como si, en el fondo, lo único que se quisiera demostrar es que la realidad en realidad existe, una realidad única, absoluta, la realidad en sí, la realidad real. Como si existiera una realidad pura más allá de la memoria, la impresión, la subjetividad, las muchas interpretaciones, la convención social y el acuerdo mutuo (incluso con uno mismo). Como si la realidad fuera algo más que notas garrapateadas, acumulándose sin cesar, sepultándose, ansiosas por convertirse, algún día, en algo mejor y de mayores ambiciones.

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