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Las buenas conciencias se escandalizan moralmente por la labor de las prostitutas pero no se indignan ni intentan acabar con este circuito mercantil que de cualquier persona hace producto en oferta.

De la prostitución dice el lugar común que es el oficio más viejo del mundo. Un lugar común, por cierto, de bastante éxito, uno que lleva años y quizá siglos repitiéndose sin empacho ni fastidio, más bien con un poco de socarronería, como si se contara un chiste gastado que, a pesar de todo, sigue causando gracia, poco o mucho pero sigue haciendo reír al público. Mención aparte merece, en cambio, esa expresión que algunas versiones de la Biblia todavía conservan, una que si bien no se aplica estrictamente a esas relaciones pragmáticas y sin involucramientos mayúsculos entabladas entre una prostituta y su cliente, de cualquier manera parece nacer de un significante seminal pero a la vista de todos, que reside al interior de cualquier relación sexual de cualquier tipo y que la reduce siempre al mismo sentido, ese aire suyo, esa última sensación de intercambio que anima en alto grado lo mismo el susodicho lugar común que el eufemismo decimonónico “comercio carnal” con el que las buenas conciencias podían asentir tranquilas siempre que se hablaba de fornicación y ayuntamiento y coito y, como dice la Real Academia de la Lengua, de la comunicación y trato secreto, por lo común ilícito, entre dos personas de distinto sexo, como si dos hombres o dos mujeres desde siempre, desde el descubrimiento del placer y del goce y de la incapacidad para hacerse, a través de medios lícitos, cualesquiera que éstos sean, de una relación que proveyera placer y goce, no pudieran nunca entablar comercio carnal entre sí, como si la realidad manara del diccionario en esas formas refinadas y bien definidas que la Academia consigna, como si las relaciones homosexuales y las heterosexuales no participaran por igual de ese circuito mercantil en el que el sexo es un producto más, uno que a la prostituta le vale la condena social y la marginación pública solo porque ella lo intercambia, pura y descarnadamente, por dinero, esa mercancía que es todas las mercancías (Marx dixit), estableciendo así el que quizá sea el proceso de producción más absoluto, más real, más depurado en el que una persona se oferta a sí misma, pero no figurativamente como tantos aconsejan hoy en día, no poniendo sobre la mesa sus aptitudes y sus grados, su experiencia laboral y su trayectoria académica, sus títulos y sus proyectos, tampoco vistiendo sus mejores ropas de combinaciones armónicamente elegidas, cuidando el timbre y la intención de su voz y los mensajes emitidos involuntariamente por el lenguaje corporal, exigiendo prestaciones y negociando el salario, administrando sus días de vacación y su fondo para el retiro, arreos inútiles que se enciman uno sobre otro hasta cubrir eso que la prostituta muestra totalmente despojado y desnudo, la sujeción del cuerpo y el tiempo personal al dictado del explotador y las exigencias que el consumidor cree auténticamente suyas, triangulación constante aparentemente imposible de romper o desbordar, de agrietar o subvertir en sus límites. Porque quién hay que cumpla voto de abstinencia y resignación y consienta en ya nunca pagar por sexo —sin importar la forma que tome este pago. Quién que ya nunca compre un par de tenis o una camisa o un teléfono de última generación maquilados en una bodega tercermundista llena de obreros al borde del suicidio. Quién que con su cuerpo, su tiempo, su voluntad, no sea parte de una de estas cadenas de producción que van tirando del mundo, arrastrándolo quién sabe a cuál sima.

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