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Interrogantes sobre la actualidad religiosa: ¿Se esta des-institucionalizando la espiritualidad? ¿Será la religión sustituida por el consumo asociado a una estabilidad contemporánea? ¿Regresión o progreso?

Algunas semanas atrás Pijamasurf publicó esta nota sobre la posible extinción del culto religioso en nueve países: seis de Europa (Austria, Finlandia, Irlanda, Países Bajos, República Checa y Suiza), uno americano (Canadá) y dos de Oceanía (Australia y Nueva Zelanda). Siguiendo las estadísticas y los censos correspondientes desde hace cien años y hasta el presente y utilizando un modelo matemático que analiza fenómenos resultantes de una gran cantidad de factores, un grupo de estudiosos concluyó que en dichos países la religión terminará por desaparecer porque cada vez menos personas se dicen practicantes o al menos simpatizantes de alguna de las llamadas religiones mayores.

La noticia puede provocar regocijo o pena en sus lectores pero, me atrevo a suponer, no sorpresa. En cierta forma la desaparición de la religión es algo que se ha esperado, deseado y planeado al menos desde hace poco más de dos siglos, cuando no fueron pocos los que predijeron que en un mundo de razón, técnica y progreso triunfantes, cualquier tipo de superstición y pensamiento irracional sería innecesario. Si bien este triunfo no ha sido total (ni para todos ni en todos sus aspectos), con el paso del tiempo la creencia religiosa se ha desmoronado paulatinamente frente al mejor conocimiento que ahora tenemos del mundo y sus fenómenos, tanto en términos positivos —se intenta perfeccionar el grado de conocimiento de lo ya conocido— como en términos negativos —se sabe qué falta por conocer.

La existencia de la religión tiene sentido en sociedades rudimentarias y rituales que aunque todavía existentes, es de suponerse que se integrarán al proyecto homogénico de la modernidad, quién sabe si violenta o concertadamente, resistiendo o cooperando. Quién sabe también si con todos los beneficios que esto implica. En este sentido no es casualidad que los países en que la religión se encuentra en vías de extinción sean también los que encabezan índices de bienestar social, calidad de vida, nivel educativo, investigación científica, cobertura tecnológica y otros afines.

Sin embargo, algo que fue tan importante durante tanto tiempo no se va así como así. Es evidente que para muchos ha sido un problema llenar el hueco que la religión ha dejado, social e individualmente. Algunos encuentran consuelo en el trabajo o el dinero o el consumo; o el dinero que da el trabajo y con el cual se puede consumir, dicen, ilimitadamente. Una iglesia convertida en centro comercial bastaría para confirmar esta hipótesis. Otros persisten en el modelo aprendido y heredado y eligen seguir creyendo, así sea en esas doctrinas novedosas, despojadas ya de los tremebundos pesos de la culpa, el castigo, el sufrimiento, o en supersticiones de supuesta raigambre añeja que, como todas, fundan en la ignorancia la verdad de su charlatanería. Otros más, también una mayoría, prefieren venerar su yo en la doble vertiente corporal y subjetiva, ofrendarle sacrificios en el gimnasio o en el spa o buscando a toda costa el “éxito en la vida”, a rendirse ante su narcisismo.

Tal vez esta supuesta desaparición de las religiones mayores, las que por tanto tiempo alimentaron miedos y esperanzas de la humanidad, las que espolearon grandes ideas y frenaron otras no menos geniales, nos enfrente, una vez más, a ese dilema que deja al descubierto los límites de la modernidad, esas promesas inconclusas que otros le han reprochado, esa disyuntiva que por un lado asegura lo probado y por otro augura lo posible: ¿regresión o progreso?

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