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Sobre la relación ambivalente entre la creación y la crítica literaria, una fricción que en ocasiones puede ser creativa y en otras solamente cáustica

Hace poco, platicando con un amigo sobre los libros o los autores que nos gustaban, cometí la indiscreción de mencionar el nombre de Roberto Bolaño. Supuse erróneamente que a estas alturas la calidad literaria de Bolaño no sería un asunto polémico o que moviera al encono, pero mi amigo, ante mi respuesta, me miró con sorpresa y desdén, modeló un gesto arrogante con los músculos de su rostro y tuvo el descaro de rematar con una pregunta más retórica que efectiva: ¿Te gusta Bolaño?

Contesté, claro, que sí, e intenté decir por qué. Sin mucho entusiasmo. Más bien, mientras hablaba, estuve pensando subrepticiamente en la marginalidad del chileno, en los muchos años que pasó oculto y segregado mientras otros, como dice Rafael Gumucio, eran quienes ganaban los premios y las becas y posaban para la fotografía generacional de la literatura latinoamericana. Pensé también en lo injustos que pueden ser nuestros juicios, en la poca clemencia de nuestras opiniones en medio de una plática banal e intrascendente. Si se tratara de un estudio exhaustivo, de una tesis doctoral en la que se juega el grado académico y hasta el futuro profesional, en el ensayo que nos revele como el gran prosista que la lengua española anda necesitando, tal vez valdría cubrirse de oprobio y regodearse en la humillación y el escarnio por negarse a considerar esas otras circunstancias que, si bien es cierto que no son literatura en sí mismas, sin duda condicionan el resultado último del escritor, ese pedazo de sí que nace tullido o definitivamente muerto y que llamamos novela o poema o, con más comodidad, libro.

Sé bien que esta no es la mejor manera de ejercer la crítica literaria. A lo largo del siglo XX no fueron pocos los teóricos de la literatura y también de otras disciplinas que se afanaron en distinguir claramente obra de autor. Esa fue, por poner un ejemplo de la literatura misma, la batalla secreta que Proust libró contra Sainte-Beuve, el crítico francés más importante de la generación anterior, aquel que decía que para mejor juzgar una obra era menester conocer al autor, entrevistarse con sus amigos, frecuentar los mismos salones a los que el artista era asiduo. Si es cierto, como dicen, que Proust escribió En busca del tiempo perdido, entre otras razones, para refutar a Sainte-Beuve, el resultado no podía ser menos irónico: la detallada descripción de la vida interior del autor, de sus escarceos amorosos y sus fracasos sentimentales, de la vida social y mundana en la que se vio envuelto, no nos acerca más a la comprensión de su obra. Por el contrario. Es la monumentalidad de dicho detalle uno de los motivos que ahuyentan lo mismo al lector novel que al experimentado. En el caso de Bolaño, tengo la impresión de que se le rebaja y se regatea la calidad de su obra porque ya resulta imposible ignorarlo.

Quién sabe, tal vez la única manera realmente aceptable de llamar imbécil a alguien con talento no sea señalando taimadamente sus faltas, sus deslices, lo burdo de sus artificios en comparación con Cervantes o Borges o alguno de esos grandes indiscutibles nombres de la literatura universal. Tal vez lo mejor sería, como Proust, responder con una obra todavía más talentosa y genial que desborde los cauces de esa crítica, que la descubra limitada e insuficiente, que haga ver lo ingenuo de sus fundamentos.

Pero esto casi nadie lo puede hacer. Y quizá ese sea el fuego que arde al interior del crítico inclemente.

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