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Ayer fue el día del albur en México, un análisis para celebrar esta fecha central a la cultura mexicana

Supuestamente ayer fue Día del Albur. En México, claro, ¿dónde más? Al de la Secretaria, el Abuelo, la Enfermera, la Marina, el Niño, lotería, hay que añadir este dedicado al albur y reservar el uno de marzo para sus festejos.

No sé quién tuvo semejante idea, tampoco cuándo la puso en marcha. Sospecho, por ser esta la primera vez que me entero del asunto, que esto es algo nuevo, espontáneo, una ocurrencia nacida en las redes sociales y esparcida a través de Internet y sus muchas opciones de entretenimiento y vagabundeo informativo.

Ahora, por los cánones de la coherencia y la correcta exposición, supongo que estoy obligado a explicar, siquiera someramente, qué es el albur. Sí: una vez más. Procuraré ser breve, para no aburrirme ni exasperarlos.

El albur es un juego de palabras de connotación sexual practicado casi siempre entre dos hombres cuyo fin es triunfar sobre el otro humillándolo.

Y ya. Podría añadir matices y casos y excepciones y ejemplos pero no creo que valga la pena. No creo que el albur sea la gran cosa, aunque haya muchísimas personas que lo presuman como patrimonio de la humanidad y regalo de México para el mundo.

¿Por qué mi renuencia a sumarme al elogio unánime? Principalmente porque pienso que el albur, aunque ingenioso, original y quizá hasta subversivo en su origen, se petrificó en una serie de fórmulas y patrones que se repiten una y otra vez —curiosamente, sin que una buena cantidad de mexicanos y algunos extranjeros se cansen nunca de ello. A pesar de que la cuna del albur podría buscarse entre los legajos del Siglo de Oro español (¿qué es, si no, aquello de «Quien tanto se precia de servidor de vuesa merced, ¿qué le podrá ofrecer sino cosas del culo? Aunque vuesa merced le tiene tal, que nos lo puede prestar a todos»?), trescientos años después basta pasar una temporada entre albañiles, mecánicos o camioneros para dominar esta habilidad y saber seguir y mantener los vericuetos de una conversación alburera.

Hay quien diga, en defensa del folclor y la mexicanidad, que en ocasiones el albur logra retorcimientos inauditos y sorprendentes. Sin embargo, tengo para mí que esto se debe menos al ingenio del alburero que a la ignorancia del albureado frente a la respuesta que lo dejó humillado (pero no ofendido). Diríase que su entrenamiento fue deficiente o su práctica mediocre por no proveerlo del mayor número de respuestas posibles para un determinado albur. En el albur la innovación y la inventiva quedan sepultadas, casi siempre, por el uso establecido y la práctica heredada.

Además, esa misma inmutabilidad lo hermana con otro de los supuestos rasgos distintivos del mexicano: su remilgada cortesía. El después de usted, el siéntase como en su casa, el permítame, el no se moleste, el sí cómo no, ahoritita mismo. Convenciones anticuadas, ridículas y un poco hipócritas que son el inverso correcto y pretendidamente cortés del albur. Aunque tanto o más aburridas como el lépero de su hermano.

(Para los curiosos, un texto de Guilermo Sheridan sobre lo mismo y la gracejada de Quevedo de donde proviene la línea citada)

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