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Jean Baudrillard dijo alguna vez que la función de Disneylandia es ocultar que toda la realidad es Disneylandia, en un mecanismo de fantasía contrastada, esta reflexión es la misma hasta cierto punto que la de la Matrix

En un libro publicado originalmente en 1977 (el mismo que en su traducción al inglés aparece brevemente en The Matrix), Jean Baudrillard escribió una frase que ha gozado de cierta fortuna en la memoria de sus lectores y también en la de aquellos que nunca han tocado sus libros y lo conocen nada más de oídas, una reunión de palabras que en ciertos círculos y a través de ciertos personajes se ha desprendido tanto del autor como de la obra donde figura para pasar de boca en boca y repetirse con el fin de impresionar a un auditorio o para remachar un alegato sobre la elusiva realidad de la época inaugurada luego de la doble caída del Muro de Berlín y del bloque soviético y el consecuente triunfo de la ideología occidental-liberal-estadounidense tan cacareado por los ideólogos del statu quo. Dicha cita, rebosante de inteligencia, dice así: «Disneylandia existe para ocultar que es el país “real”, toda la América “real”, una Disneylandia».

La idea toma por sorpresa al lector, sobre todo por la genial y precisa sobriedad con que describe, de un solo trazo, la esencia de la vida americana de fin de siglo. Un profesor, repitiéndola a su modo, prefería recordarla bajo esta forma (sin omitir el crédito al autor): «Disneylandia está ahí para que la gente crea que cuando sale, sale a la realidad». Esta segunda versión, purificada por la memoria (según decía Borges), rompe un poco con el minimalismo del original en aras de una mayor claridad expositiva necesaria para el salón de clase.

Sin embargo, justo después de tal muestra de genio, Baudrillard agregó, entre paréntesis, la siguiente analogía: «al modo como las prisiones existen para ocultar que es todo lo social, en su banal omnipresencia, lo que es carcelario», que, aunque notable (resumió en un renglón el fenómeno al que Foucault dedicó un libro, Vigilar y castigar), resulta una torpeza discursiva y da al traste con los descubrimiento hasta entonces logrados, porque dicha comparación irrumpe súbitamente al interior del hilo argumental y lo confunde, lo enreda y, cual niño alebrestado a la mitad de un parque intentado inútilmente agarrar una paloma, provoca una desbandada de ideas, relacionadas o no con la trama de donde surgieron.

Hace unos días pensé en esta cita o, mejor dicho, en su apéndice, por dos escenas cotidianas, una trivial y una que podría caer en el rubro de lo importante. Las reconstruyo aquí, como un ejercicio de distracción o de seriedad, de corrección discursiva o de divertimento argumentativo.

1. Viernes, Ciudad de México, una o dos de la tarde. Como en cualquier metrópoli, la mayor parte de las actividades y relaciones utilitarias y provisionales que entablo con desconocidos tienen como fin la satisfacción de un servicio, para mí o para el desconocido. Un trámite burocrático, el cobro de un cheque, el traslado de un lugar a otro en transporte público. Pero es viernes y es la Ciudad de México y el reloj marca una hora incierta después del medio día. Todo es lento y parsimonioso y el calor de afuera, el intenso sol de febrero y marzo, solo acentúan el fastidio de la secretaria, la desidia del cajero, el ánimo contemplativo del chofer, quienes, como autómatas, dejan que sus cuerpos cumplan sus tareas involucrando al mínimo su mente, que piensa ya en la fiesta, el solaz, las cervezas de fin de semana, el fútbol, la comida familiar de los domingos, en la borrachera y los excesos, en refocilarse y dar gusto a sus apetitos.

Pienso entonces en Baudrillard y en una idea que tuve antes. Pienso, tangencialmente, en Contra la vida activa, el librito de Rafael Lemus. Pienso en que los viernes están ahí para engañar a la gente, para hacerle creer que trabajar, ocupar una tercera parte del día en labores estériles e insignificantes, es no solo necesario, sino deseable; para ocultar la miseria a la que voluntaria y gustosamente se somete el empleado de lunes a viernes, de 9 a 6; para difuminar el hecho de que los fines de semana pertenecen también a ese horario laboral, al empleador que firma nuestros cheques y asigna nuestros salarios.

2. Miro pasar un convoy militar. Tres o cuatro camiones llenos de soldados, jóvenes casi todos, ninguno mayor de treinta años. Recuerdo una nota más o menos reciente sobre el supuesto patrullaje que personal del Ejército mexicano realiza en las calles de la Ciudad. Recuerdo el escándalo de algunos, sus pataleos de púberes pseudoanarquistas, los reclamos y la exigencia de que los militares abandonen la capital de inmediato y sin rechistar.

Pienso, sobre todo al equiparar su juventud con la mía, en lo tonto que resulta vaciar en la milicia el odio y la frustración de una sociedad cuando lo verdaderamente vergonzante y punible debería ser la administración de un país que orilla a cientos de miles de jóvenes a enlistarse, a considerar el ejército como su única posibilidad legal de desarrollo.

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