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Sobre la superstición del cambio de dígitos y la conciencia del paso del tiempo: el año nuevo como un río lustral mítico

El recuerdo de una lectura que mi memoria asigna a Borges, a algún fragmento de la Historia de la eternidad, me dicta esta frase: los animales son eternos porque no tienen conciencia de la muerte, que es tener conciencia del tiempo. De lo cual, por traslación o a manera de corolario, se desprende la finitud del hombre, su mortalidad, porque sabe qué es el tiempo, porque se da cuenta de su (con perdón por el anacronismo) transcurrir inexorable.

Si esto es cierto o no, no importa. No importa si mi memoria se equivoca o si algunas especies animales tienen una percepción, siquiera vaga, del paso del tiempo. No importa porque de alguna forma ese argumento se ha convertido en creencia generalizada: una de las muchas cosas que prueban nuestra racionalidad, la irremediable separación entre el hombre y la bestia, es saber que ayer, hoy y mañana son días distintos, que el segundo que acaba de pasar lo único que tiene en común con este segundo en el que estamos y con este otro que hace un instante aún no existía es que pertenecen todos al mismo tiempo. Fuera de eso, todo es diferencia. O eso quisiéramos.

La verdad es que los cambios no son tan radicales ni tan inmediatos. La mayor parte del tiempo somos los mismos que siempre hemos sido —al menos hasta descubrir sorprendidos, una mañana cualquiera, que hemos perdido aquel hábito pernicioso que tanto nos avergonzaba, o que ya no escuchamos la música que solíamos escuchar, o que dejamos de comer aquel postre que antes tanto nos agradaba, y todo sin propósito ni voluntad de por medio, como si perdiéramos sin notarlo un botón de la camisa o un papel sin importancia.

Quizá por eso desconfío o francamente me burlo de las buenas intenciones que acompañan todo inicio de año. Me causa gracia la esperanza de quienes creen que un cambio de cifras basta para hacer cosas que antes no hacían. Pueden comenzarlas, sentirse motivados, pero la misma inercia del tiempo, esa mansa tiranía a la que estamos obligados a someternos, casi siempre domina nuestros impulsos, atempera nuestra fogosa determinación.

Simbólicamente, es cierto, el año nuevo parece, para decirlo con metáforas nada arriesgadas, un paquete sin abrir, un cuaderno en blanco, un pedazo bruto de mármol, algo sin estrenar, sin fisuras ni imperfecciones. Comenzamos un año y sentimos que nos bañamos en las aguas de esos ríos míticos que lavaban las impurezas y borraban los recuerdos.

Irónica contradicción: por una parte, la conciencia y la división del tiempo demuestra nuestra racionalidad; por otra, postrados ante la novedad de 365 días que, abstractos, completos, vírgenes, se divisan en nuestro futuro inmediato, fantaseamos sobre mañanas de ejercicio, comidas nutritivas y balanceadas, noches y fines de semana sin cigarros en nuestra boca, más libros en nuestro acervo personal de lectura, clases de baile, un país pacífico observante de todas las leyes y qué se yo cuántos disparates más, todo, casi siempre, sin antecedentes reales que permitan trazar una tendencia, suponer el éxito de nuestros planes y deseos.

Las cosas pueden cambiar, sí, pero no cambian sólo porque arranquemos la última hoja de nuestro calendario.

Twitter del autor: @saturnesco