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El gobierno mexicano recurre en sus festejos a una suntuosidad que ofende al contexto del país, y desaira así una oportunidad para para colarse a la historia de México

Cuando niño, tres fechas me inquietaban: el año 2000, el día que cumpliera la mayoría de edad y el 2010. Era, pienso ahora, una serie de preocupaciones comunes y quizá hasta previsibles: quería saber cómo sería el mundo, yo mismo y “mi país” al pasar de los años. Una misma pregunta estructurada concéntricamente. De tres, sólo recuerdo el origen de dos, y de éstas sólo una merece publicarse.

Una tarde o una mañana, leyendo un libro de historia, uno de tapas amarillas que utilizaba en la escuela, miré un dibujo o un grabado que llevaba al pie esta leyenda o una similar: “Porfirio Díaz presidiendo las fiestas del Centenario”. La imagen mostraba dos escenas unidas por la celebración: por un lado, una verbena, una multitud alegre y ruidosa y colorida divirtiéndose a risas llenas en una plaza amplia cercada de tenderetes; arriba de ese gentío, anclado en la esquina derecha del dibujo, un balcón dominaba la vista y sobre el balcón un grupo más discreto de apenas una docena de personas, todas vestidas con seriedad y garbo, las mujeres con vestidos largos, los hombres con sombreros de copa; al centro, asomado a la plaza, echado hacia la multitud, un hombre viejo y cano, la cabeza desnuda, saludando de perfil, tal vez sonriendo. En el cielo de ambos, en el de la muchedumbre y en el de la élite porfiriana, juegos pirotécnicos. No recuerdo si en ese mismo libro o en otro leí sobre el cumpleaños de Díaz (tan oportuno, tan casual) y también sobre la acuñación de los Centenarios. Supe también que éstos todavía existían, que valían 5 o 10 mil pesos y que eran de oro puro.

Ese fasto y esa alegría me impresionaron mucho. Casi en el mismo momento en que vi aquel dibujo hice mis cuentas y supuse que me tocaría ver un segundo centenario y me alegré. Y creo que sólo hasta hoy he vuelto a pensar en todo ello.

Las tres fechas se han cumplido: hace diez llegó el año 2000, hace seis cumplí dieciocho, esta noche es el Bicentenario. Y ninguna se ajusta a las fantasías de mi niñez. No hay robots humanoides que asistan nuestras tareas, ni coches volando; tampoco soy quien imaginé ser; el país, sus fiestas, se parecen a su modelo porfirista en el gasto, el dispendio, la ofensiva suntuosidad, pero sus organizadores, desdeñando tontamente la generosidad de la memoria, dejaron pasar la oportunidad de colarse a la historia de México, de que alguien un día, parado afuera de un teatro, al pie de un monumento, caminando por las márgenes de un jardín, evocara una época, a sus protagonistas, los aires que se respiraban entonces. Perdieron, quizá, la oportunidad de que un niño, leyendo un libro de historia, quisiera saber qué se siente festejar un Centenario.