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Los sueños y su aura misteriosa son capaces de seducir incluso a los más serios y rigurosos, como fue el caso del teórico Theodor W. Adorno

Hasta cierto punto es posible decir que no hay un lugar donde el sujeto sea más auténticamente sí mismo como en sueños. Por supuesto se trata de una afirmación debatible y aun cuestionable, pues más preciso sería decir que siempre, en todo momento, el sujeto es lo que es. O dicho de otra manera, incluso eso que en cierto sentido le impide ser (sus inhibiciones, sus impedimentos, sus dificultades, sus limitaciones, etc.), eso también es él y también lo hace ser como es. Dicho de otro modo, no podemos ser algo distinto a lo que somos. Al menos no en el instante presente.

Sin embargo, por toda la carga cultural que llevan encima, los sueños están rodeados de un aura de misterio que es, al mismo tiempo y paradójicamente, un aura de autenticidad. Me explico. Parte de su misterio se debe a la libertad que les atribuimos. En sueños no existen las restricciones propias de la vida diurna y de la realidad, de toda índole, desde las humanas hasta las físicas. En sueños lo mismo podemos volar que hablar o ver a un difunto o tener un acercamiento sexual con una persona que en nuestra vida normal sería impensado, improbable y aun imposible. Y de algún modo, esa libertad misteriosa se traduce en autenticidad. Si el sujeto sueña con tal o cual persona, piensa que debe ser por algo, no por mera casualidad. Si el jefe del trabajo protagoniza una pesadilla, debe ser porque ese empleo ya lo tiene harto. Y así sucesivamente. Liberados como parece de toda suerte de imposición, los sueños nos hacen creer que en ellos se revela lo que de verdad pensamos, sentimos y deseamos.

Sin duda por esas mismas cualidades los sueños también pueden llegar a provocar una enorme curiosidad. Los propios y los ajenos.

Hace unos días, hojeando en una librería el volumen Miscelánea II de la obra completa de Theodor W. Adorno publicada en español por Ediciones Akal, di en el índice con un apartado que de inmediato llamó mi atención por su título: “Protocolo de sueños”. En parte mi asombro se debió que no esperaba que un autor como Adorno, cuya obra me hace pensar en una persona seria y rigurosa, se interesa por los sueños y, además, como es el caso de algunos escritores, hubiera redactado y dado a conocer algunos de ellos.

Continuando con mi revisión más bien superficial, busqué la página donde se encontraban los sueños. Mi sorpresa inicial se tornó en una cierta decepción, confirmación o no-sorpresa, pues de algún modo los sueños de Adorno son todo lo que podría esperarse de Adorno. En ellos hay arte, música, poesía, referencias a la cultura europea de su época y otros motivos que se encuentran también en sus obras publicadas. Esto no es extraño: después de todo, los sueños están hechos de la materia de nuestros intereses. En un nivel más íntimo, hay por lo menos tres sueños en que, cual niño o adolescente nervioso en la víspera de un día importante, Adorno sueña que no está lo suficientemente preparado para sendos exámenes que va a presentar: para obtener su diploma en Sociología, una prueba oral de geografía y un tercero para doctorase en Derecho. ¡Theodor Adorno soñando que no pasará una prueba!

Transcribo aquí algunos de ellos, tomados, como decía, del volumen Miscelánea II de la Obra completa de Adorno publicada por Akal en 2014, siendo este el tomo 20/2 de dicha colección.

Los Ángeles, 18 de febrero de 1948

Poseía una voluminosa y lujosa edición ilustrada de una obra sobre el surrealismo, y el sueño no era sino la representación exacta de una de las ilustraciones. Esta mostraba una gran sala. Su pared lateral izquierda –lejos del espectador– acogía una informe pintura mural que enseguida reconocí como Escena germana de caza. Verde, como en Trübner, dominaba el lugar. El objeto era un enorme uro que, alzado sobre sus patas traseras, parecía bailar. Pero la sala se hallaba en toda su longitud ocupada por una serie de objetos perfectamente colocados. Al mural le seguía primero un uro disecado igual de grande que el del mural e igualmente sobre las patas traseras. Luego, un uro vivo, también muy grande, pero ya algo menor, en la misma postura. Y en la misma postura se encontraban también los siguientes animales: primero dos no muy claramente distinguibles, probablemente osos pardos, luego dos uros vivos menores y finalmente dos cabezas de reses corrientes. El conjunto parecía estar bajo las órdenes de una criatura, de una niña muy graciosa con un vestidito muy corto de seda gris y largas medias de seda grises. Ella dirige al desfile como un director de orquesta. Pero debajo de este cuadro había una firma: Claude Debussy.

 

Frankfurt, enero de 1954

Oí la voz inconfundible de Hitler que salía de unos altavoces en una alocución: «Como ayer mi única hija ha sido víctima de un trágico accidente, ordeno que, en desagravio, hoy todos los trenes descarrilen». Desperté entre carcajadas.

 

Frankfurt, diciembre de 1964

El mundo iba a acabarse. Me encontraba a la hora más temprana del amanecer, en gris semioscuridad, entre una gran multitud humana sobre una especie de rampa, y en el horizonte, montes. Todo el mundo miraba fijamente al cielo. Medio consciente de estar soñando pregunté si el mundo se iba acabar realmente. Me lo confirmaron de la manera como habla la gente técnicamente versada; todos eran especialistas. En el cielo había tres estrellas pavorosamente grandes y amenazantes que formaban un triángulo isósceles. Iban a chocar con la tierra poco después de las 11 de la mañana. De unos altavoces salía una voz: a las 8:20 h. hablará de nuevo Werner Heisenberg. Pensé: no es él mismo el que comenta el fin del mundo, sino sólo una grabación magnetofónica ya varias veces reproducida. Con la sensación: lo sería si ocurriese de verdad, desperté.


Twitter del autor: @juanpablocahz


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Imagen de portada: Theodor Adorno